domingo, 14 de octubre de 2007

La difuntita


Supe que estaba muerta porque sujetaba contra su pecho con tanta fuerza, sus extremidades superiores, y no dejaba que la sombra de sus brazos escapara.

Allí emprendí que lo último que perdemos al morir es la memoria, maldito pasado encapsulado en actos, actitudes y falsas costumbres.



El resto del cuerpo era evidente que estaba occiso, ese color de jabón de pobres, que tienen los cadáveres, un cuerpo anuncia con color de insípido detergente cuando comienza a ser solamente desintegración. No hay nada que sea tan cruel con sí mismo que el cuerpo humano.

Murió pensando en otra persona, si hubiera estado pensando en ella los brazos no aprisionaran el pecho, sino el estómago.


Lo bueno de todo es que murió, sino que hubiera sido de esa pobre piltrafa, atrapada por la dualidad general en la que vivía. Los amigos cayeron uno a uno de su árbol, la fortuna la dejo desde que decidió entregarse a los placeres sin límite, y así quedo, empalada en sí misma, sin que nadie la venga a enterrar, con color de jabón de Marsella y olor a podredumbre.

Pobrecita la difuntita.

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