lunes, 14 de abril de 2008

El hombre


El hombre huraño y oscuro, gris y gastado como las solapas de americana, con los dientes esmaltados de nicotina, él se sienta en la mesa, y sin condescendencia, abre de par en par el pasado.
Esta consiente que no fue participante en La caverna de Platón (Libro VII de la República) y paso tan sólo de ser una sombra en “El Banquete”.

El hombre se sienta en su mesa, y con un acto de reverencia, en silencio inclina su cabeza, con indignación sobre la página blanca, de un cuaderno eterno.
Escribe un poema, sus facultades mentales están en su máxima capacidad, nunca fue tan persuasivo e inteligente, pero su poema no va a cambiar absolutamente nada.

Lo diáfano del cielo seguirá tan incierto, como sus calificativos, antes de terminar el poema va a abrir los ojos, porque tampoco las letras le dan el pan y el café, ni los lápices, sus ojos parecen fauces de mendigos, sedientos de entendimiento.

El hombre esta en la mesa y sujeta una pluma, sabe que cuando levante su cuerpo, todo seguirá igual, su confusión se acrecentará, sentirá miedo, y el miedo en se extenderá en cadena con el resto de seres de su entorno, pondrá unas monedas sobre la mesa de vetusta madera, y pagará un café que nunca bebió.

Y así tantos como el saldrán a la calle, regocijándose de su melancolía, entre ellos tejerán verdaderas sociedades de pavor, ninguno confiara en el poema del otro. Tampoco serán letrados que compartan las armas de la humanidad.

En gremios escribirán extensos tratados de la maldad, abrirán cuerpo de efebos, de la garganta al ombligo para saber qué órgano es el responsable de la envidia y mentira.
Mas encontraran un complejo y asqueroso sistema, pegajoso, cruel y como una Medina Árabe, llena de recovecos.

El hombre vuelve a la mesa, sabe que su eternidad no durara más de cien años, y enojado, quiere que los demás sientan el mismo rencor a la humanidad que él siente, lo que no sabe es que todos, de igual manera lo padecen pero nunca lo expresan, repletos de pánico, sueñan con sus locuras, y sus maldades, y van dejando los cadáveres de sus semejantes a diestra y siniestra, sin tan sólo un ápice de remordimiento.

Olvidamos, los dictámenes de los iniciados, Cristo, Buda, Gandhi, Teresa de Calcuta.

La implacable ley de la correspondencia tiene que vestirse con faldas de acero, para no ser sanguinaria, pero la balanza que la manda, obliga al castigo y los humanos como gusanos se esconden de su furia implacable.

Esta vez el hombre que se sienta en la mesa, esta consiente que él es el único motivo real, para ser una persona, ningún otro.

Pausado abre su cuaderno y escribe un poema que no cambiará absolutamente nada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querido Diego

Verte es recordar uno de los mejores seres humanos que hemos conocido, lo firmamos:

Las de la vieja escuela.